No era ni la estación ni la hora en que la gente frecuentaba el parque; posiblemente la mujer que estaba sentada en los bancos, no era de allí. Seguramente, ella no era de allí. Los demás andaban de un lado al otro con sus hábitos de invierno que no incluían un paseo en el parque, ni unos momentos en un banquito congelado. Pero ella, ella era de afuera y podía ver el banco solitario dando la bienvenida aún bajo los árboles secos, negros, desnudos al cielo azul. Olvidados, los tres (el parque, el banco y ella), se unieron para pasar tiempo. ¿Y que más hacemos pero pasar el tiempo entre los dos puntos seguros? ¿Y porque no hacerlo desde los bancos vacíos?
Desde allí observó las nubes de incendios; el polvo dando saltos, formando caracoles; una paloma caída con el cuello torcido y los vidrios negros mirando todavía; un perro sarnoso paraba, la miraba, cojeaba, paraba, la miraba, cojeaba.
¿Cuándo morirás? ¿Cuándo morirás? Los ojos incrustados de la mujer preguntaron
al invierno.
Con curiosidad, no con tristeza, indagó a su entorno. La tristeza. La había dejado en otro parque, en otra estación, cuando al seguir una hoja en su caída desde la rama hasta el río abajo, se dio cuenta de que tanto más pesaba la hoja, menos baile hacía en el viaje. Entonces, con la siguiente hoja que se deshizo del gran árbol, colocó con las dos manos su tristeza en la cuenca verde. Su mirada llorosa las vio flotar, la hoja sacrificada y su tristeza, por el río
hasta que se hundieron en una ola del sol.
Ahora, en esta cuidad, en este parque, en esta estación, una sonrisa de misterio acompañaba a sus labios. Sus manos descansaban encima de sus piernas. Su espalda recta. Una campera gris. Una gorra con rayas moradas, verdes, azules, rojas, anaranjadas. De repente, se puso de pie; caminó a la derecha, adentrándose más en el parque, cruzó la vereda y se sentó en el siguiente banco que miraba hacía el otro lado.
La espalda recta, las manos sueltas,
esa sonrisa, esa mirada.
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